Entrevista con un Ilustre Desconocido
En un rincón perdido de la vasta geografía venezolana, a la hora sexta. . .
Germán Pinto. Usted sabrá disculparme, pero, necesito justificar ante mis lectores tan extraño título. ¿Por qué un pobre “desconocido”?
Ilustre Desconocido. Ante todo, porque lo soy. Aunque, en verdad, suena redundante. Mejor, ¿un “ciudadano anónimo”?… Si le parece, llámeme así.
G. P. Está bien. Pero, déjeme decirle que, en mi opinión, usted merece ser conocido o, en todo caso, algo mejor que el triste anonimato…
I. D. Eso sí sería lo peor. El camino a la autoliquidación… Mire usted: Gracias al pop art, sabemos que a nadie hoy se le niega su cuarto de hora de celebridad, pero, el precio es demasiado alto, pues los <mass media> son grotescos reyes Midas, y lo que tocan se torna inmediatamente “excrementicio”, para decirlo con suavidad. Además, como decía Michelet, la prensa no llega al pueblo, es decir, a los 25 millones de venezolanos que no tienen conocimiento alguno de sus libros, ni de sus periódicos, ni de sus películas, ni siquiera de las leyes a las que obedecen.
G. P. Permítame contestarle a Michelet con Michelet. El lector podría asociar a usted con uno cualquiera de esos abuelos miserables que a sus 70 años sostiene a sus nietos, empujando aun el carrito con la mercancía que pregona en la calle. Hable un momento con ellos y se asombrará de todo lo que hay de historia no escrita: Las cosas escritas –decía- son la menor parte, y quizá la menos digna. Por fuera queda todo un mundo vivo de cosas no escritas.
I. D. Está bien.
G. P. Pero, a pesar de que sus palabras encierran una velada crítica a los intelectuales de nuestro proceso, usted es conocido por su respaldo público a la revolución bolivariana…
I. D. Por supuesto que sí. Se precisa ser un imbécil, completamente idiotizado o del todo inmoral para unirse al coro de los opositores. Es como si la estulticia fuere un requisito inapelable para alistarse en la oposición. Yo, simplemente, adhiero al parecer de la mayoría pobre e ignorante del país que, enfrente de la canalla oligárquica y de la clase media embrutecida que le sigue, repetimos con anhelo esperanzado, desde hace ya más de un década: “ Chávez no se va!” y “No volverán!”.
G. P. Pero, esas son consignas demasiado simples. Por así decirlo, vacías de todo contenido ideológico; delatan ingenuidad y un nivel de conciencia harto elemental. Como tanto se repite, se trata de algo que es necesario superar, a base de “educación revolucionaria”.
I. D. La masa de los más pobres e ignorantes ha colocado a Chávez al frente y lo sostiene allí. Los demás, instruidos y acomodados, militan casi todos en la contrarrevolución. Más aún, parte de los beneficiados con vivienda, empleo o estudio por la revolución, hoy son sus adversarios o, cuando menos, miran por encima del hombro a sus antiguos vecinos de ranchería, a sus ex-camaradas de buhonería. Por lo demás, la revolución sigue llenando los empleos públicos con adversarios que sí cumplen los requisitos exigidos para su otorgamiento; es decir, con personas que ostentan ya la condición de instruidos, que los del pueblo sólo obtendrán en el futuro, siempre y cuando “estudien”, es decir, acrediten el título correspondiente.
G. P. Pero, semejantes opiniones no hacen de usted, precisamente, un socialista. Probablemente, ni siquiera un revolucionario anónimo…
I. D. Depende… De verdad, yo sólo creo en la revolución democrática, es decir, en la vieja idea republicana que se remonta a Roma y aún más atrás… Hasta aquellos tiempos del pasado común en que “almas simples y primitivas discutían sus negocios bajo un árbol y una especie de sacerdote o mago blanco que decía las oraciones por ellos era quien, al parecer, encarnaba el gobierno”.
G. P. Me luce un mucho sí anacrónico.
I. D. Intempestivo, si quiere. De cualquier forma, en mi caso esta convicción me lleva a ser chavista hasta la empuñadura y bolivariano hasta las cachas, hasta el fanatismo, quizá. Pues, como decía un noble granadino, el tributo a Bolívar debido puede legítimamente llegar hasta la veneración fanática. En cambio, conformarse con menos, puede rayar en mezquindad.
G. P. Semejante proceder no me parece nada científico…
I. D. Ciertamente, señor. No soy cientifista, ni feminista, ni indigenista; ni siquiera humanista o progresista. Soy católico al viejo estilo; pero, eso sí, antifascista, antiimperialista y anticapitalista que, viéndolo bien, vienen siendo la misma cosa…
G. P. ¿Usted, no es socialista?
I. D. Sí, pero del siglo XXI o bolivariano, por mejor decir. No quiero nada con el socialismo del siglo XX; si a eso vamos, prefiero el socialismo igualitario del Diecinueve y confieso que, de éste, prefiero el francés que el alemán; precisamente ése que Engels estigmatizaba como utópico, como no científico o pre-científico.
G. P. Entre capitalismo y socialismo, ¿usted, qué prefiere?
I. D. A mí me parecen, como dijo una inteligente mujer, morochos con distinta gorra, gemelos, cada uno con diferente sombrero.
G. P. Exijo una explicación.
I. D. Tal disyuntiva, según mi parecer, no existe. Porque, en primer lugar, no se trata de opciones políticas. Las palabras capitalismo y socialismo designan sistemas económicos o, si lo prefiere “modos de producción”, como dicen los marxistas. Estos vocablos, en rigor, no representan ideologías políticas, sino algo así como estilos económicos. Ningún país del mundo propone en su constitución cosa parecida al capitalismo o, como se dice ahora, “economía de mercado”. Hablan, en cambio, de sistema republicano o democracia, bien se trate de países capitalistas o socialistas. Todos los países socialistas del siglo XX se llamaron y se siguen llamando a sí mismos “repúblicas” o “democracias populares”. En Venezuela, los intelectuales que redactaron la Constitución vigente, a tono con la moda del día le pusieron “democracia participativa y protagónica”, “estado social de derecho y de justicia” y otras alhajas. A mí me suena mejor lo de República Bolivariana; considero suficiente como ideal el de Bolívar y sus gobiernos paternales, prefigurado en el proyecto de Angostura y, como usted sabe, nunca plenamente aprobado por el Congreso homónimo, “admirable”, por lo demás, como todo congreso…
G. P. Pero, luego de su pertinente aclaración (y de su “admirable” ironía), ¿a usted no le parece el modo de producción socialista mejor, más justo que el modo de producción capitalista?
I. D. A nuestra edad y en nuestra Edad, amigo periodista (sic!), sabemos que constituyen dos experimentos fallidos: el capital, como dijo lapidariamente Carlos Marx, nace chorreando sangre y lodo por todos los poros, desde los pies a la cabeza. Pero, no sólo es que nace, sino que crece y se reproduce y aún muere de la misma manera, lo sabemos. Y en cuanto al socialismo, necesario es decir que incluso Marx apenas sabía cómo debía describirlo, y Fidel Castro repite que nadie sabe a ciencia cierta de qué se trata.
Pero, en todo caso, al margen de lo que uno pudiera imaginar como socialismo, si se mira lo acontecido en los países socialistas del siglo XX, en los países del entonces llamado “socialismo real”, lo allí ocurrido se parece mucho y, en casos, aun supera al proceso de despojo más monstruoso de la Historia, el de la llamada acumulación originaria del capital o “revolución industrial”: la expropiación masiva de los pequeños propietarios en la ciudad y el campo. El socialismo de Estado, al igual que el capitalismo de Estado o el capitalismo corporativo, representan, a través de métodos diversos, la misma expropiación total, que sobreviene cuando han desaparecido todas las salvaguardas políticas y legales de la propiedad, las primeras de ellas, las que atañen a sus limitaciones. Pues, los grandes capitalistas fungen siempre como los primeros entre los partidarios de la propiedad privada, pero, como dice Chesterton, es obvio que son sus enemigos, porque son enemigos de sus limitaciones. No desean su propia tierra, sino la ajena. Pues, si es verdad que la propiedad es, escuetamente, el arte de la democracia… que cada hombre debiera poseer algo que él pueda modelar a su imagen y semejanza, ello sólo es posible si la propiedad se mantiene dentro de límites rigurosos y aun estrechos.
G. P. ¿Está usted contra las expropiaciones adelantadas en Venezuela por el gobierno bolivariano?
I. D. Claro que no! La expropiación en la tradición española y más aún como aparece definida en todas las Constituciones venezolanas involucra el móvil de la utilidad pública, es un acto del poder legítimo y nada tiene que ver con la violencia que, por definición, sólo puede ejercitarse por una minoría contra la mayoría de la población. De contera, toda expropiación en Venezuela exige una indemnización. Trátase de una intervención a todas luces justa para poder hacer propietarios a todos, fundamento de la democracia, como lo reconocía ya el gran Miranda, entre otros. Venezuela entera fue confiscada por un puñado de oligarcas, desde los llanos hasta los cerros; hasta la propia Caracas, donde no hay materialmente lugar para construir viviendas y los pobres viven en desfiladeros inhabitables.
G. P. ¿Entonces?
I. D. Mire usted. El asunto no es robar a los ladrones con la disculpa de que “ladrón que roba a ladrón tiene cien años de perdón”. No. Así, el Estado se convertiría a su vez en ladrón. No se trata de despojar a los despojadores, sino de “lograr que las masas desposeídas por la sociedad industrial en los sistemas capitalistas y socialistas, puedan recobrar la propiedad. Sólo por esta razón ya es falsa la alternativa entre capitalismo y socialismo”. Así pensaba Hannah Arendt, y así lo creo.
G. P. ¿Cree usted que Chávez se pasó de ingenuo al pensar que la única cosa con que puede reemplazarse y superarse el capitalismo es el socialismo?
I. D. Así lo creí en un primer momento, pero, la experiencia me ha enseñado, como a Descartes (¡ejem!), a desconfiar de mis percepciones y aun de mis juicios inmediatos. Sobre todo, cuando ello me pone en contradicción con Chávez, pues, cuando lo pienso mejor, casi siempre termino siendo yo el equivocado. El Presidente suele ir unos metros delante de todos los venezolanos, incluyendo a este pobre entrevistado.
G. P. ¡Ajá! Pero…?
I. D. Marx y Lenin pensaban lo mismo, usted lo sabe. Y hasta ahora, nadie ha conseguido demostrar que estuviesen equivocados. Por el contrario, los que interpretaron la caída del socialismo soviético como un resurgimiento del capitalismo y de la democracia burguesa -“fin de la historia”-, gracias a Dios han tenido que tragarse sus palabras: las últimas crisis no parecen vislumbrar el próximo fin de la historia pero, quizá sí el del capitalismo. Y así como no puede asegurarse hoy que el futuro será necesariamente socialista -como repite incesante el himno de la Internacional- tampoco existe razón válida para aseverar lo contrario, para negar esta posibilidad. Paciencia y más paciencia, dijo Bolívar.
G. P. ¿Bromea usted?
I. D. Para nada, hombre. Si el socialismo resultara ser, a la postre, como creía Marx, el punto de llegada de la sociedad industrial iniciada por el capitalismo; si éste, en su última etapa, fuese sólo la antesala de la revolución social, como creía Lenin, habrá que mantenerlo bajo control para evitar que degenere hasta llegar a las deformaciones del socialismo del siglo XX, a veces, verdaderamente monstruosas. Por ejemplo, la economía no puede estar controlada por un puñado de oligarcas en capacidad de decidir si la mayoría come o se muere de hambre, como ocurría en la Venezuela puntofijista y como -¡gracias a la revolución!- sólo en parte, continúa ocurriendo ahora. Por eso, la intervención del Estado revolucionario ha resultado no sólo inevitable, sino deseable y aun auspiciosa. El pueblo tiene motivos de sobra para bendecirla. Pero, es evidente que ésta sólo puede ser temporal, pues un Estado convertido en el Gran Patrono haría peor el remedio que la enfermedad. A la larga, será preciso sustraer la economía a la intervención del Gobierno y descentralizarla, en el sentido de la democracia directa y verdadera. Pues, en últimas, lo que protege a la libertad es la división entre el poder gubernamental y el económico, como ocurre hoy en la Venezuela bolivariana, cuyo Estado y cuya Constitución, por fortuna, no son burgueses, no son “superestructuras”, que dicen los marxistas. Al mantenimiento de esta división fundamental, a esta sana y maravillosa polarización, se deben los todavía insuficientes, pero altamente significativos sucesos alcanzados por la revolución bolivariana en lo que a justicia social o distributiva se refiere, en apenas una década.
G. P. Pero, el socialismo…
I. D. Mire, Germán… déjeme llamarlo por su nombre: En el fondo, yo no creo que el socialismo –como lo hemos conocido hasta hoy- sea el remedio para esa enfermedad que es el capitalismo y, mucho menos creo que el capitalismo pueda ser una alternativa al socialismo. Pero, además, esa pugna no me parece tan importante, en tanto se reduce –lo repito- a una disputa entre sistemas o estilos económicos o “modos de producción”, en lenguaje de Marx, que sólo afecta al desarrollo productivo, para el cual son igualmente obstructivas la dictadura de la burguesía capitalista o la de los funcionarios en el socialismo de Estado.
Lo que nos interesa a los hijos de Miranda y de Bolívar es la cuestión política, el tipo de Estado, la Constitución, las leyes. La protección de las libertades civiles, la garantía de eso que algunos llaman todavía “libertades burguesas”, y que para nosotros son libertad, a secas: libertad de palabra, de reunión, de expresión, de prensa (¡no importa cuánto se abuse de ella!), que han de quedar siempre preservadas por las leyes, bien se trate de un gobierno burgués o de uno socialista o comunista. En este sentido, el enemigo será siempre el totalitarismo, no importa si “democrático” o autoritario; el adversario a detener será siempre el fascismo. Bien se trate de un vetero-fascismo tipo hitleriano o soviético, o bien del nuevo fascismo “democrático”, consumista, de la civilización tecnológica.
En el socialismo bolivariano -¡especie única!-, al contrario de lo que afirman la oposición doméstica y la dictadura mediática mundial, el ejercicio de todas las libertades está garantizado más que en ningún otro país del planeta… Incluida aquella licencia que, desgraciadamente, trasnocha hoy por igual a ricos y a pobres, a tirios y a troyanos, a la que Hannah Arendt aludía con risueña amargura, a saber: “la libertad de lograr más dinero del que uno necesita.” Valete.