viernes, 28 de octubre de 2011

LA REPUBLICA Y EL CONTINENTE MESTIZO



Os hablo de lo que significa el hispanismo como elemento creador de signos que aún pueden dar fisonomía a nuestra América criolla, visiblemente amenazada de ruina por el imperialismo yanqui y por el entreguismo criollo.
 Mario Briceño Iragorri


La primera lucha por la Justicia

Por estos días, hace quinientos años, un domingo antes de la Navidad de 1.511, en una rústica iglesia de la isla Española, un fraile dominico llamado Antonio Montesinos profirió el primer grito en nombre de la libertad humana en el Nuevo Mundo, contra el trato que daban a los indios sus compatriotas españoles. Comentando el texto bíblico “Soy una voz que clama en el desierto”, arrojó en pleno rostro de una audiencia conformada  por “la mejor sociedad” de la primera ciudad española establecida en el Nuevo Mundo, un sermón  revolucionario que constituye, según Pedro Henríquez Ureña, uno de los mayores acontecimientos en la historia espiritual de la humanidad. “Yo soy la voz de Cristo, que clama en el desierto de esta isla, y esta voz dice que todos estáis en pecado mortal y en él vivís y morís, por la crueldad y tiranía que usáis con estas gentes inocentes (…) ¿No tienen ánimas racionales? ¿No sois obligados a amarlos como a vosotros mismos?“

La homilía intentaba –nos dice el gran historiador norteamericano Lewis Hanke- conmover y aterrorizar a los oyentes, pero estuvo tan lejos de convencerlos de sus injusticias “como lo estaría en nuestros días un seminarista que pronunciara una filípica en Wall Street acerca del texto bíblico “Si quieres alcanzar el reino de los cielos, vende cuanto tienes y dáselo a los pobres.” Por el contrario, los pobladores exigieron de inmediato, ante el gobernador Diego Colón y ante el Superior de la Orden una retractación solemne o la expulsión del fraile.  El vicario contestó que su predicador había hablado en nombre de la comunidad de dominicos, pero, prometió que Montesinos predicaría el domingo siguiente sobre el mismo asunto y “los colonizadores se retiraron creyendo que habían ganado la partida.”

El domingo siguiente, ante una iglesia abarrotada de notables, Montesinos “procedió a atacar de nuevo a los pobladores, incluso más apasionadamente que antes, advirtiéndoles que los dominicos no los confesarían ni absolverían más que si fueran ladrones de caminos. Y que podían escribir a la patria lo que quisieran y a quienes quisieran.” Este fue el primer paso en la exitosa lucha española por la justicia en la conquista de América que, proseguida por por Fray Bartolomé de las Casas, culminaría en la expedición de ese monumento insuperable de humanidad que son las Leyes de Indias, en la teología política de Vitoria y Suárez, fundante del moderno derecho internacional, y en el credo republicano, que guió y continúa guiando nuestra lucha por la independencia.

Todo esto y mucho más ha contribuido a alimentar la creencia tradicional en que la fe  de nuestros mayores vivos y muertos  resulta inseparable del reconocimiento del valor de la hispanidad, entendida ésta, simplemente, como el “carácter genérico de todos los pueblos de lengua y cultura españolas”. La afirmación implica directamente al núcleo de venezolanos que todavía se sienten verdaderamente felices y dan aún gracias a Dios por haber nacido en un país de tradición católica y de habla española, como Venezuela, donde los pitiyanquis cargan con la hispanidad a pesar suyo, como si se tratase de una mácula, de una carencia o de un defecto despreciable. La utilidad de la observación radica en que tal vez no sea sano ni justo tirar por la borda la herencia española y, menos aún, hacerlo so capa de defender la Patria, pues, entre otros problemas, tendríamos que lidiar con el nada menudo de dejar por fuera, o incorporar sólo tras mutilación previa, a personas y personajes muy queridos de nuestra historia venezolana y latinoamericana, que la revolución bolivariana reclama vindicar.

Al respecto, pareciera oportuno convocar, en primer término, a Simón Bolívar. Como se sabe, con el fin de execrar la crueldad y las barbaridades de los conquistadores, el Libertador se  apoya en “la relación del Obispo de Chiapas, apóstol de la América, Las Casas, que con tanto fervor y firmeza denunció ante su gobierno y contemporáneos los actos más horrorosos de un frenesí sanguinario”. Pero, había también allí, de acuerdo con el  caraqueño, además del  filantrópico obispo, suficiente número de personas respetables y de sublimes historiadores, gobierno y contemporáneos del común ante quienes valía y valió la pena denunciar todos esos abusos. Así mismo, el Padre de la Patria da a entender que hubo un dilatado período, probablemente, el que media entre la época de la Conquista y la llegada de los ilustrados Borbones, durante el cual “un comercio de intereses, de luces, de religión; una recíproca benevolencia; una tierna solicitud por la cuna y la gloria de nuestros padres; en fin, todo lo que formaba nuestra esperanza, nos venía de España...” Seis años más tarde, vísperas de Carabobo, declarará en generosos términos los mismos sentimientos, en carta dirigida al entonces Rey constitucional Fernando VII, a quien el triunfo de la Revolución liberal en España había obligado a iniciar negociaciones de paz con los patriotas americanos: “Permítame V.M. dirigir al trono del amor y de la ley el sufragio reverente de mi más sincera congratulación por el advenimiento de V.M. al imperio más libre y grande del primer continente del universo.”


Evangelización, aculturación,  mestizaje

El ideal supremo de Bolívar, que lo singulariza y engrandece entre todos los próceres de la Independencia, hunde raíces en su clara conciencia continental. Precisamente, el de “formar de todo el Mundo Nuevo una sola nación con un solo vínculo que ligue sus partes entre sí y con el todo”. El fundamento que lo proyecta lejos en el tiempo,  hasta “alguna época dichosa de nuestra regeneración”, pero, ajeno a todo sueño o utopía, lo había aportado España: “Ya que tiene un origen, una lengua, unas costumbres y una religión, debería, por consiguiente, tener un solo gobierno que confederase los diferentes estados que hayan de formarse.” El propósito era y es viable, entre otras razones, ¡porque ya estuvo plasmado en la realidad de los hechos durante más de trescientos años!

La homogeneidad cultural a la que aludía el Libertador era la  concreción de un proyecto a gran escala. Prueba, como lo resalta un ilustre neogranadino, “que la colonización española no fue hecha al azar, ni tampoco al impulso de las variantes circunstancias históricas, sino que obedeció a un criterio permanente, a una idea preestablecida de lo que debería ser el Nuevo Mundo, idea que se mantuvo en vigor durante un tiempo suficientemente largo para que lograra arraigar y perdurar“. El inevitable triunfo militar donde, en innúmeras ocasiones, se derrochó valor por parte y parte, no hubiese bastado a consolidar la paz y la estabilidad de la nueva sociedad implantada. Por eso, razón tienen los indigenistas cuando atribuyen (¡sólo que en repudio!) a la obra misionera de la Iglesia, papel aún más decisivo que el de las armas para el éxito de las conquistas. De no haber sido por el progreso fulgurante de la evangelización, difícilmente hubiese perdurado su dominio, habida cuenta de las tendencias de los españoles a enfrentarse entre sí y a debilitar por ello mismo su capacidad de lucha, para no hablar de la probable intervención de otras naciones europeas, no menos ávidas que lo fuera la española.

“Los frailes –dice Claudio Esteva- fueron el recurso humano más profundamente estabilizador de la conquista española y, hablando metafóricamente, causaron más bajas a la resistencia indígena que podían lograrlo las fuerzas militares. El éxito en la guerra ideológica constituyó, así, el medio principal de la victoria militar, precisamente porque socavó las convicciones que permitían justificar las resistencias indígenas a los españoles.” Frente a la codicia insaciable de la que con tanta frecuencia dieron muestra los conquistadores, el mensaje cristiano exaltaba la humildad en el ser y el premio en la otra vida, y condenaba la violencia contra las personas, de todo lo cual, constituían los frailes ejemplo sin par en sus propias personas y con sus renuncias personales a los bienes temporales.

Los misioneros condenaron radicalmente la antropofagia ritual, extendida  a todo lo largo del continente, pero especialmente entre las civilizaciones más avanzadas de Mesoamérica. Particularmente, fueron implacables contra los privilegios canibalísticos de las clases altas, pues, al carácter de “hecatombe permanente” que llegó a alcanzar el sacrificio humano –millares  se ofrecían anualmente a las divinidades en solo México- se agregaba el monopolio en el consumo de estas carnes, reservado sólo a los guerreros que capturaban a sus prisioneros y a los pochteca o comerciantes, que los adquirían como esclavos en los mercados. Aparte, pues, su valor simbólico y su correspondiente justificación ritual, en la práctica sólo podían comer de este manjar los que disponían de poder militar, eclesiástico y civil, al punto que, como expresa Motolinía, a los humildes sólo les alcanzaba un bocadillo.

La masiva participación de las bases sociales indígenas, profundamente religiosas, en esta especie de holocausto perpetuo estaba garantizada por “el temor de que sus dioses las desposeyeran de sus recursos o las hicieran objeto de castigos terribles que sólo una permanente devoción idolátrica les permitía conjurar”. Los sacerdotes prehispánicos por lo general resultan señalados en forma condenatoria por los misioneros, que solían ver en ellos tan sólo a “embaucadores que explotaban a su favor y privilegio la ingenuidad aterrorizada de los humildes indígenas”. Éstos soportaban con su presencia y apoyo místico aquellas liturgias “demoníacas” donde “se bailaba escandalosamente, se producían borracheras y se ingerían hongos alucinógenos que alienaban la conciencia de estas gentes, cuya conducta en el estado normal de su vida cotidiana arranca de los religiosos toda suerte de elogios.

Fray Toribio de Benavente, apóstol de la evangelización de los mejicanos, por ejemplo, los consideraba pacíficos, de buena razón y dotados de conciencia equilibrada sobre las cosas; le agradaban sus comidas y delicados modales al consumirlas, en silencio y evitando hacer ruidos, sus frecuentes abstinencias y su escaso apetito por las riquezas; le impresionaba favorablemente el hallarlos carentes de rencores, obedientes a sus superiores, propensos a ignorar agravios, sinceros en el decir, de gran ingenio, de entendimiento vivo, sosegado y controlado en sus actos. Motolinia les reconoce, además, notable habilidad para los oficios, muy buena memoria, “y aunque son descuidados en agradecer los favores, sin embargo, no los olvidan.”

Los frailes franciscanos, dominicos y jesuitas lucharon exitosamente contra la opresión de los viejos señores indígenas, apoyada en una religión “demoníaca”, y más duramente aún contra la esclavitud y malos tratos de los españoles, civiles y militares, que habiendo alcanzado la razón y la fe de su experiencia, sin embargo, actuaban con tal injusticia. Empero, no dejaron de reconocer “al respecto que estos comportamientos de maltrato a los indios eran sólo cuestión de unos cuantos españoles, pues, la mayor parte de éstos ajustaba sus relaciones con aquellos a la conciencia cristiana.”

El llamado proceso de aculturación, más allá o más acá  de lo ocurrido en los terrenos de la religión y de la moral, abarcó intensivamente todos los órdenes de la existencia de los pueblos indígenas: tecnología, modos de vestir, plantas y animales útiles, organización social y política, lenguaje y hasta modos de pensar. Y si el proceso de  “cristianización” sucedió con admirable rapidez (para 1.540, apenas dieciséis años después de la llegada de los primeros franciscanos, habían recibido el bautismo, quince millones de personas, una verdadera multitud constituida por 12 naciones y 11 lenguas diferentes), no sorprenden menos los cambios ocurridos en otros campos. Sobre observaciones hechas en Mesoamérica, las crónicas registran de qué manera los indios empezaron a contar de acuerdo con el nacimiento de Cristo, sembraron nuevos cultígenos, trigo, frutales, legumbres, verduras, aprendieron a edificar con nuevos materiales, usaron animales de tiro y de monta, aumentaron la productividad económica, se aficionaron al transporte en carretas, aprendieron lectura y escritura, canto y música, pero, también nuevos oficios, entre otros, la pintura, el batimiento de oro, la curtiduría, la fundición, la platería, la herrería, la sastrería, la zapatería, la carpintería y la albañilería.                               

El tema del mestizaje, nos retrotrae a Venezuela, de la mano del escritor Arturo Uslar Pietri, campeón de su defensa, como corresponde bien a un hijo de este pueblo, mestizo por excelencia, en donde la sangrienta guerra de independencia tuvo por momentos carácter racial y segó bien temprano la fuente de abastecimiento de hombres de raza blanca que constituía la metrópoli. Para éste, sin embargo, el mestizaje sanguíneo, el surgimiento en la historia de una raza verdaderamente nueva en el mundo, fruto del cruzamiento de individuos de los pueblos de España, principalmente andaluces y extremeños, con individuos de pueblos cuya existencia desconocía por completo el Viejo Mundo, no es lo más importante. La presencia física del mestizo le interesa más como símbolo material de la síntesis plasmada a partir del siglo XVI, a que aludimos de manera más o menos inconsciente cada vez que decimos América Latina.

“Se mezclaron los españoles y portugueses con los indios y los negros -dice. Esto tiene su innegable importancia antropológica y política, pero el gran proceso creador del mestizaje americano no estuvo ni puede estar limitado al mero mestizaje sanguíneo.” Le interesa lo que él llama “mestizaje cultural”, esencia del mundo nuevo que, desde su mismo inicio lo fuera el Nuevo Mundo, “por la lengua, por la cocina, por las costumbres”, y cuyo símbolo encuentra Uslar en el niño mestizo, hijo de un célebre capitán español y una noble mujer incaica, que más tarde escribiría los famosos Comentarios Reales bajo el mismo nombre de su padre: el primer escritor americano, Garcilaso de la Vega.

Recuerda asimismo que la independencia de la América Hispana sólo pudo ser concebida por el Libertador “como la consecuencia del hecho de existir una personalidad histórica diferente con un destino distinto al de Europa”, cuyos derechos históricos proclama con solemnidad en el Discurso de Angostura: “…no somos europeos, no somos indios, sino una especie media entre los aborígenes y los españoles.” Cuatro años antes, en Jamaica, ya había formulado el mismo pensamiento: “Nosotros somos un pequeño género humano, poseemos un mundo aparte…” Ese “pequeño género humano” –concluye el escritor- era la única base de su pretensión a un destino histórico para América Latina.


La tradición literaria

Lo que el responsable de estos párrafos ha intentado condensar aquí es apenas el eco de un postura que recorre toda la historia republicana de Venezuela, ocupando la inteligencia y la voluntad de una lista interminable de escritores y hombres de letras, sin distingos de ideología o religión. El indigenismo fundamentalista hoy en boga, al parecer, carece por lo menos de tradición. Por tal motivo, parece apropiado preguntarse, ahora que vuelve a estar en juego el destino de la Patria ante la feroz acometida del poder hegemónico mundial, encabezado por los Estados Unidos y agenciado en Venezuela por una oposición antinacional y sin escrúpulos, si no es la hora de abrir las puertas y los brazos de la Venezuela bolivariana para que en ella tengan también cabida, quizá en las últimas filas del auditorio, los patriotas que, como Bolívar y Miranda, no aciertan a ver en Colón a un malhechor, sino más bien al realizador de una hazaña providencial que dio principio a un Nuevo Mundo, nuestro continente mestizo, nuestra América, la de Darío y Martí.   

Allí también las mujeres de “feminismo moderado”, como reclamaba serlo Teresa de la Parra, de corazón inmenso, como para abrigar allí, sin contradicción posible, a Doña Marina o la Malinche, princesa indígena, mujer del gran conquistador Hernán Cortés  y a Ñusta Isabel, la madre india de Garcilaso; a  la Reina Isabel, la Católica y a Sor Juana Inés de la Cruz; a la Virgen María y a Manuelita Sáenz… Para completar, enamorada de los tiempos coloniales por el más “reprochable” de los motivos: ¡El notable parecido de esta época con la Edad Media europea!

O, su buen amigo, Enrique Bernardo Núñez, el brillante cronista de Caracas y escritor eximio que, leal a lo acontecido, nos recuerda que, si el Valle de Caracas y sus contornos está cubierto con los nombres de los primitivos caciques y naciones que lo habitaban: Catia, Catuche, Anauco, Tamanaco, Baruta, Chacao, los Mariches, etc., ello se debe sólo al cuidado y afición de los conquistadores españoles, pues, en éstos hubo no pocas veces piedad, interés y hasta admiración por los vencidos. Tristemente, en cambio, hay pruebas de que “el odio de los conquistados entre sí fue más implacable”, como lo demuestra el empalamiento de los caciques Mariches por alguno de los grupos de indios “amigos” de Margarita, de Píritu, El Tocuyo, Coro o Barquisimeto, que sirvieron eficazmente a los conquistadores de los Caracas. Indios amigos asimismo fueron “los que guiaron a los españoles a los refugios o escondites de Guaycaipuro y de Paramaconi…”

¿No deberíamos asimismo exaltar entera la figura de Andrés Eloy Blanco, nuestro poeta nacional, de cuya reciente y enjundiosa antología ha quedado excluido su celebrado Canto a España? ¿Dónde ponemos a Pérez Bonalde, a Lazo Martí… A los poetas grandes de Hispanoamérica, los románticos y los telúricos, los populares, los modernistas y los posmodernistas? ¿Qué hacer con Pombo, el poeta nacional de Colombia y con José Asunción Silva, con Darío y Valencia, Martí y  Herrera y Reissig , López Velarde y el otro López, el gran Tuerto de Cartagena de Indias?…¿Acaso vamos a aplicarles el criterio clasista y superestructural, o, el rasero burgués de la moda para dejarlos sepultados en la oscuridad del pasado, como estuvieron Bolívar y Simón Rodríguez y el resto de figuras de nuestra gesta nacional, hasta cuando un Chávez, empecinado y casi en solitario, los puso de nuevo al frente de la batalla?

Hemos de terminar. Concédasenos, al menos, la licencia de cerrar estos párrafos con palabras de don Mario Briceño Iragorri, de valor provisorio como todas las verdades históricas, pero, cuya necesidad se acuerda perfectamente con la urgencia de la hora presente:

Los Padres de la Patria hispanoamericana defendieron el sentido de la España que en estos mares había logrado la democrática fusión de los pueblos indo-afro-hispánicos, condenados sin remedio al coloniaje político de ingleses o de angloamericanos, si no hubieran conquistado para ellos los signos de la república. La propia guerra de independencia no fue, pues, sino una gran batalla ganada por el viejo hispanismo contra las fuerzas extrañas que empujaban el velamen de los antiguos piratas. Antiguos piratas siempre nuevos y feroces en el horizonte de la Patria americana, cuyas sombras se empeñan en no ver los mercaderes que abastecen las naves del peligro.

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