Los hombres inventan nuevos ideales porque no se atreven con los antiguos. Miran con entusiasmo hacia adelante porque tienen miedo de mirar hacia atrás.
G.K.C.
Bien miradas las cosas, el veto que, en uso de sus atribuciones, acaba de imponer el Presidente al proyecto de ley de reforma universitaria presentado por la Asamblea Nacional lleva implícita la recuperación del más puro espíritu democrático. El mismo que soliviantó en 1.918 a la juventud universitaria de Córdoba (Arg.), dando inicio así a “un movimiento que en sólo una década contagió al continente latinoamericano, modificó la concepción de los estudios universitarios y echó las bases de una renovación política y social de primera magnitud”.
Coincidiendo aquel levantamiento con la celebración del Centenario en toda la patria grande hispanoamericana, cual coincide hoy el Bicentenario con la revolución bolivariana, los jóvenes de aquella generación argentina, al modo de los revolucionarios venezolanos de ahora, no dudaron en arrogarse como antecedente la gesta de la Independencia.
La eclosión de la simiente levantisca cordobesa tuvo la fuerza necesaria como para permear aun a los jóvenes liberales colombianos, “lechuzos y tarambanas”, líderes del 2º Congreso Nacional de Estudiantes. Este declaraba solemnemente “el ideal de la unión de los Estados latinoamericanos en un conglomerado de naciones con una política internacional uniforme” y convocaba a “todas las juventudes de Latinoamérica a mantener siempre vivo y fuerte, dentro de su pensamiento, el ideal de esta poderosa fraternidad, hasta el momento en que se realice el magno proyecto del Padre de la libertad colombiana”…Más allá del flatulento estilo neogranadino, sorprende de veras la exaltación del Libertador en un documento suscrito en primer término por Germán Arciniegas, (q.e.p.d.), el mayor detractor de Bolívar en esas tierras, y por Gabriel Turbay, más tarde célebre adversario del candidato popular Jorge Eliécer Gaitán, en 1.946.
Más allá de la anécdota, lo que importa destacar en todo caso es que este espíritu era el mismo en todo el subcontinente, caracterizado por el antiimperialismo, el reconocimiento de la unión latinoamericana y el democratismo rampante de los estudiantes de Córdoba que, contra el sempiterno “predominio de una casta de profesores mediocres” proclamaban que, en adelante, “sólo podrán ser maestros en la futura república universitaria los verdaderos constructores de almas, los creadores de verdad, de belleza y de bien”. Más aún, además del abordaje de temas políticos trascendentales y de su pretensión de hacer una revolución desde arriba –acaso, en sentido moral, todas no lo han sido, todas no lo son?– el brillante movimiento estudiantil del Centenario se propuso una meta de obligatorio cumplimiento, cuya realización permanece postergada hasta nuestros días: La necesidad de rehacer los criterios de autoridad y de reemplazar las viejas estructuras anquilosadas, oligárquicas y apátridas, por “un gobierno estrictamente democrático” en el cual “el demos universitario, la soberanía, el derecho a darse el gobierno propio radica principalmente en los estudiantes”. La autoridad de director y profesores “no se ejercita mandando, sino sugiriendo y amando: enseñando”.
Desde el punto de vista del entonces así llamado “contenido de la enseñanza”, al proyecto de Córdoba se le ha reprochado no haber llegado a “componer el organismo de la síntesis humanismo-experimentación y menos adelantar procesos de transformación nacional, continental”, desde los planes de estudios. Más aún, se le descalifica por haberse acostado decididamente del lado de las humanidades, en contra de lo que ya desde entonces hermanaba a capitalistas y a socialistas: el predominio avasallador de la técnica que, a la postre, daría paso –para bien, pero sobre todo para mal- a la actual civilización tecnológica, con su espantosa hegemonía universal. De la mano de Ortega y de Rodó, de Unamuno y de Darío, entre otros, los universitarios de Córdoba, acusados en los Sesenta de anacrónicos, lucen hoy más bien como notablemente proféticos en su rechazo de la religión científico -técnica, anticipándose a las filósofos de Frankfurt, a Pasolini y a Del Noce, en su lúcida crítica de la sociedad opulenta, cuyo fin no es ya más el de la “vida buena”, sino el del “bienestar”, entendido éste como “la mayor satisfacción posible de los gustos y de los apetitos, no importa si son los más elementales y necesarios, o refinados y eventuales”… La misma sociedad que ha elevado la ciencia a modelo absoluto de conocimiento, con la consiguiente desaparición de la interioridad, la pérdida del pudor y, en definitiva, con la eliminación de la filosofía y la reducción del hombre a animal, si bien de especie y grado superior.
II
Rápidamente, las banderas de Córdoba fueron arreadas, silenciados sus tambores y el toque de retirada recorrió el continente latinoamericano, como antes los purificadores “vientos del pueblo” del poeta pastor de Orihuela. El resultado obvio y lamentable: la mística degeneró en política; los parásitos, los políticos, suplantaron a los hombres de ideales. En Venezuela, so pretexto de liberar al país de la dictadura, los líderes del movimiento estudiantil no programan la reforma de la universidad y acaban de jefes de los nuevos partidos políticos (AD, COPEI, etc.) y hasta dos de ellos alcanzan la más que dudosa dignidad de presidentes de la Cuarta República, en su período más infame, el del Puntofijismo.
La nueva generación, la gloriosa de los ‘60s, la del predominio de la izquierda infantil, extremista y violenta, asumiría la dirección del movimiento estudiantil, luego de un período de “completa desorganización, confusión política, desenfoque de sus objetivos y anarquía en sus luchas”. Promediando la década, fueron ocupadas militarmente las mayores universidades de Colombia y Venezuela por los respectivos gobiernos de Carlos Lleras Restrepo y Rafael Caldera, y destruidas sus organizaciones gremiales.
La extrema izquierda y el trotskismo, predominantes en el seno del estudiantado, cabalgando sobre el prestigio de la revolución cubana señalaban que éste, “`por su carácter pequeño-burgués, no tenía ningún papel qué jugar como movimiento de masas en el proceso revolucionario”. Sólo interesaba en la medida que sus activistas más destacados “se despojaran de su espíritu pequeño-burgués, y se vincularan a la lucha armada”. Con este entender, los distintos grupos políticos de izquierda abandonaron la tarea de construir la organización gremial estudiantil, argumentando para ello que eso era “reformismo”, que únicamente el trabajo clandestino era revolucionario y que la utilización de las formas legales de lucha era “revisionista” y, en últimas, “reaccionaria”.
Ejemplo emblemático de esta actitud lo constituye el caso del sacerdote católico Camilo Torres Restrepo, víctima de su noble y hermoso disparate de marchar a la guerrilla del ELN para morir en la primera escaramuza, mientras bregaba a “ganarse el fusil” en el combate. Fruto del mismo dislate ideológico es su saludo de 1965, cuatro meses antes de su fallecimiento, a los estudiantes de la Universidad Central de Venezuela, “vanguardia de los estudiantes revolucionarios de América latina y, por lo tanto, vanguardia de nuestra revolución…” Idéntica disposición condujo a poner en riesgo la existencia misma de la Universidad y facilitó a los gobiernos antinacionales su conversión en institutos tecnológicos, la expulsión de facto de los estudiantes provenientes de las clases pobres al eliminarse la alimentación y el alojamiento gratuitos, y su virtual privatización ulterior.
Cosa similar pasó en Europa, donde los sucesos del ‘68 degeneraron, finalmente, en la desesperación y en la “convicción de que todo merece ser destruido, de que todo merece irse al diablo”, como se expresa concentrada y tristemente en el grafito hallado por Hannah Arendt un año después en los muros de Nanterre: Ne gachez pas votre pourriture (“no desperdicien su propia podredumbre”).
En la Nueva Granada, la rectificación de tales posturas lunáticas permitió la eclosión del más importante movimiento estudiantil de su historia, bajo la égida del Programa Mínimo de los Estudiantes Colombianos en 1971. El mismo consistía básicamente en volver a levantar, 53 años después, las bellas banderas republicanas del movimiento de Córdoba para exigir el gobierno democrático de las universidades, extendiendo el “demos” de 1918 a estudiantes y profesores. Los nuevos organismos de gobierno universitario quedarían conformados por tres (3) representantes de los estudiantes, tres (3) de los profesores, un (1) representante del ministerio de educación y el Rector sin voto. Se disponía, asimismo, conformar una comisión similar para el estudio del proyecto de reforma de la ley orgánica de las universidades. Y, en general, la “reglamentación nacional y democrática de la estructura de poder en las universidades privadas y públicas”.
Luego de un año de incesante lucha, el movimiento estudiantil conquistó parcialmente el anhelado cogobierno democrático en las principales universidades públicas. Tras la procura de importantes logros en el lapso de unas cuantas semanas, el gobierno de Misael Pastrana borró de un plumazo el experimento democrático y reimplantó a sangre y fuego la dictadura oligárquica que, como consta en innumerables documentos, había entregado la universidad colombiana al arbitrio de las grandes corporaciones norteamericanas (fundaciones Ford, Rockefeller, Kellog’s y Nebraska, entre otras) y del propio gobierno de los Estados Unidos, a través de instituciones financieras como la AID y el Eximbank. Las universidades volvieron a ser lo que antes fueron, lo que siguen siendo aun; esto es, de acuerdo con el diagnóstico de los jóvenes cordobeses: “el refugio secular de los mediocres, la renta de los ignorantes, la hospitalización segura de los inválidos y – lo que es peor aún- el lugar en donde todas las formas de tiranizar y de insensibilizar hallaron la cátedra que las dictara”. Y, en cuanto a su gobierno, la calificación severa de 1918 retumba con actualidad inusitada en la Venezuela de hoy, cuyas principales universidades siguen siendo reductos del pasado puntofijista. “Nuestro régimen universitario –afirmaban- es anacrónico. Está fundado sobre una especie de derecho divino: el derecho divino del profesorado universitario”. El mismo que se sostiene hoy aquí mediante una extraña democracia donde el voto de un profesor cuenta por el de 40 estudiantes.
III
Una vez más, la causa de Córdoba quedaba sin dolientes y, por supuesto, seguía siendo “nuestro deber adelantar una lucha por reformas democráticas, por cambios que coloquen la universidad en mejores condiciones para enfrentar la agresión imperialista y hacer de ella instrumento en la lucha por la liberación nacional”. Pero, sólo en la universidad o en el aparato escolar asumido como un todo? No fue este el objetivo del gran movimiento juvenil de los años 20, iniciado por los estudiantes de Córdoba, al cual se le increpó por lo ambicioso de sus objetivos –recordémoslo– pero, nunca por su estrechez de miras: Deseaban nada menos que conquistar la verdadera independencia, llevar a término, cien años después, la obra que los Próceres de toda la América antes española dejaron inacabada; la gesta magnífica, convertida en naufragio por haberse adueñado de ella las oligarquías criollas, para luego entregar las patrias recién nacidas a los intereses imperialistas.
Su objetivo, entonces, era uno solo: La lucha empeñada hasta el sacrificio heroico para tener patria, es decir, la lucha por el establecimiento definitivo de la República. El combate decisivo por el ideal republicano, cuya alcurnia remonta hasta la antigua Roma y atraviesa, como hilo de engarce, todas las revoluciones de la época moderna, desde la francesa hasta la bolivariana de nuestros días. Por el tercer estado, por la República universitaria, los de Córdoba lo jugaron todo, pero siempre sabiéndose parte de una gran revolución, cuyas tareas democráticas continúan pendientes de realización.
Acaso el tan mentado socialismo del siglo XXI, el socialismo bolivariano, no sea sino el apelativo contemporáneo, más o menos afortunado, para designar el viejo y nunca cabalmente realizado ideal republicano de los antiguos jacobinos que crearon la democracia y murieron por ella. Pues, si la historia se niega a corresponder, si tozudamente rehúsa ajustarse a los estrechos trajes de la modernidad, el liberal-marxista del progreso incesante, o el nietzscheano del eterno retorno, acaso luzca más auténtica revestida de la pura sencillez del infinito gordo de Kensington: “El mundo está lleno de ideales inconclusos –decía Chesterton. La historia no se compone de ruinas deshechas y tambaleantes; consiste más bien en palacios a medio hacer, abandonados por un constructor en bancarrota”. Lucidus ordo.
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