¿Una propuesta demasiado pretenciosa?
He aquí una propuesta lanzada desde fuera de los
centros de poder del mundo, por mejor decir, desde fuera del mundo. Esto es lo
que puede aportar y ha aportado la Iglesia, a través de su larga historia. Se
puede asentir o disentir, pero, ahí está. Vamos a leerlo. Qué se puede perder?
En todo caso, resulta interesante, en un momento en que nadie hasta la fecha ha
propuesto nada al respecto. Los "indignados" around the world,
nada proponen, ni acogen propuestas de nadie, pues, la propuesta es una sola,
apoyada o rechazada por las distintas representaciones parlamentarias,
bendecida o "maldecida" por los distintos actores, pero, en el fondo,
una sola y la misma, la del pensamiento único, la del nuevo fascismo del consumo,
la del Nuevo Poder, la del neo-capitalismo, la del gobierno mundial... La
"voz de dios", pero, no el Dios de la Biblia o del Corán, muy
distinto de los dioses del Hinduísmo o de las deidades paganas de Europa y
América, el más cruel y despiadado de todos, más aún que Astarté o Kali o
Huitzilipochtli: el Mercado!
Germán Pinto Saavedra
Por una
reforma del sistema financiero y monetario internacional en la perspectiva de
una autoridad pública con competencia universal
Prólogo
«La presente situación del mundo exige una acción
de conjunto que tenga como punto de partida una clara visión de todos los
aspectos económicos, sociales, culturales y espirituales. Con la experiencia
que tiene de la humanidad, la Iglesia, sin pretender de ninguna manera
mezclarse en la política de los Estados, “sólo desea una cosa: continuar, bajo
la guía del Espíritu Paráclito, la obra misma de Cristo, quien vino al mundo
para dar testimonio de la verdad, para salvar y no para juzgar, para servir y
no para ser servido”».
Con estas palabras Pablo VI, en la profética y
siempre actual Encíclica Populorum progressio de 1967, trazaba de manera
límpida «las trayectorias» de la íntima relación de la Iglesia con el mundo:
trayectorias que se cruzan en el valor profundo de la dignidad del ser humano y
en la búsqueda del bien común, y que además hacen a los pueblos responsables y
libres de actuar según sus más altas aspiraciones.
La crisis económica y financiera que está
atravesando el mundo convoca a todos, personas y pueblos, a un profundo
discernimiento sobre los principios y de los valores culturales y morales que
son fundamentales para la convivencia social. Pero no sólo eso. La crisis
compromete a los agentes privados y a las autoridades públicas competentes a
nivel nacional, regional e internacional a una seria reflexión sobre las causas
y sobre las soluciones de naturaleza política, económica y técnica.
En esta prospectiva, la crisis, enseña Benedicto
XVI, «nos obliga a revisar nuestro camino, a darnos nuevas reglas y a encontrar
nuevas formas de compromiso, a apoyarnos en las experiencias positivas y a
rechazar las negativas. De este modo, la crisis se convierte en ocasión de
discernir y proyectar de un modo nuevo. Conviene afrontar las dificultades del
presente en esta clave, de manera confiada, más que resignada».
Los líderes mismos del G20, en la declaración
adoptada en Pittsburgh en el año 2009, han afirmado que “The economic crisis
demonstrates the importance of ushering in a new era of sustainable global
economic activity grounded in responsibility”.
Recogiendo el llamamiento del Santo Padre y, al
mismo tiempo, haciendo propias las preocupaciones de los pueblos – sobre todo
de aquellos que en mayor medida sufren los efectos de la situación actual – el
Pontificio Consejo “Justicia y Paz”, en el respeto de las competencias de las
autoridades civiles y políticas, desea proponer y compartir la propia reflexión
“Por a una reforma del sistema financiero y monetario internacional en la
perspectiva de una autoridad pública con competencia universal”.
Esta reflexión desea ser una contribución a los
responsables de la tierra y a todos los hombres de buena voluntad; un gesto de
responsabilidad, no sólo respecto de las generaciones actuales, sino sobre todo
hacia aquellas futuras, a fin de que no se pierda jamás la esperanza de un
futuro mejor y la confianza en la dignidad y en la capacidad de bien de la
persona humana.
Peter K. A. Card. Turkson † Mario Toso, SDB
Presidente Secretario
POR UNA REFORMA DEL SISTEMA FINANCIERO Y MONETARIO
INTERNACIONAL
EN LA PERSPECTIVA DE UNA AUTORIDAD PÚBLICA CON
COMPETENCIA UNIVERSAL
Premisa
Toda persona individualmente, toda comunidad de
personas, es partícipe y responsable de la promoción del bien común. Fieles a
su vocación de naturaleza ética y religiosa, las comunidades de creyentes deben
en primer lugar preguntarse si los medios de los que dispone la familia humana
para la realización del bien común mundial son los más adecuados. La Iglesia,
por su parte, está llamada a estimular en todos, indistintamente, «el deseo de
participar en el conjunto ingente de esfuerzos realizados [por los hombres] a
lo largo de los siglos para lograr mejores condiciones de vida, respondiendo
[así] a la voluntad de Dios».
1. Desarrollo económico y desigualdades.
La grave crisis económica y financiera, que hoy
atraviesa el mundo, encuentra su origen en múltiples causas. Sobre la
pluralidad y sobre el peso de estas causas persisten opiniones diversas:
algunos subrayan, ante todo, los errores inherentes a las políticas económicas
y financieras; otros insisten sobre las debilidades estructurales de las
instituciones políticas, económicas y financieras; otros, en fin, las atribuyen
a fallas de naturaleza ética, presentes en todos los niveles, en el marco de
una economía mundial cada vez más dominada por el utilitarismo y el
materialismo. En los distintos estadios de desarrollo de la crisis se encuentra
siempre una combinación de errores técnicos y de responsabilidades morales.
En el caso del intercambio de bienes materiales y
de servicios, son la naturaleza, la capacidad productiva y el trabajo en sus
múltiples formas, quienes ponen un límite a la cantidad, determinando un
conjunto de costes y de precios que permite, bajo ciertas condiciones, una
asignación eficiente de los recursos disponibles.
Pero en materia monetaria y financiera, las
dinámicas son distintas. En los últimos decenios, han sido los bancos los que
han extendido el crédito, el cual ha generado moneda, lo cual a su vez ha exigido
una ulterior expansión del crédito. El sistema económico ha sido impulsado en
tal modo, hacia una espiral inflacionista que, inevitablemente, ha encontrado
un límite en el riesgo sostenible para los institutos de crédito, sometidos a
un ulterior peligro de quiebra, con consecuencias negativas para todo el
sistema económico y financiero.
Después de la Segunda Guerra Mundial, las economías
nacionales progresaron, aunque con enormes sacrificios de millones e incluso de
miles de millones de personas que habían otorgado su confianza con su
comportamiento de productores y empresarios, por un lado, y de ahorradores y
consumidores, por el otro, hasta llegar a un progresivo y regular desarrollo de
la moneda y de las finanzas, en conformidad con las potencialidades de
crecimiento real de la economía.
A partir de los años noventa del pasado siglo, se
descubre en cambio como la moneda y los títulos de crédito a nivel global
aumentaron mucho más rápidamente que la producción del rédito, incluso a
precios corrientes. Se derivó, por consiguiente, en la formación bolsas
excesivas de liquidez y burbujas especulativas que luego se transformaron en
crisis de solvencia y de confianza que se han propagado y subseguido en el
transcurso de los años.
Una primera crisis se verificó en los años setenta
hasta principios de los ochenta, debido a los precios del petróleo.
Posteriormente se verificaron una serie de crisis en varios Países en vías de
desarrollo. Baste pensar en la primera crisis de México en los años ochenta, o
en las de Brasil, Rusia y Corea; y luego nuevamente en México en los años
noventa, en Tailandia y en Argentina.
La burbuja especulativa sobre los inmuebles y la
reciente crisis financiera tienen el mismo origen: la excesiva cantidad de
moneda y de instrumentos financieros a nivel global.
Mientras las crisis en los Países en vías de
desarrollo, que han estado a punto de involucrar el sistema monetario y
financiero global, han sido contenidas con formas de intervención por parte de
los países más desarrollados, la crisis que ha estallado en el año 2008, se ha
caracterizado por un elemento decisivo y disruptivo respecto a las precedentes.
Se ha originado en el contexto de Estados Unidos, una de las áreas más
relevantes para la economía y las finanzas mundiales, involucrando la moneda a
la que se remiten todavía la gran mayoría de los intercambios internacionales.
Una orientación de tipo liberal – reticente
respecto a las intervenciones públicas en los mercados – ha propiciado la
quiebra de un importante instituto internacional, imaginando de este modo,
delimitar la crisis y sus efectos. Se ha derivado, desafortunadamente, una
propagación de la desconfianza que ha impulsado a mutar repentinamente de
actitud, estimulando intervenciones públicas de diverso tipo, de enorme alcance
(el 20% del producto nacional) a fin de contener las consecuencias negativas
que hubieran afectado todo el sistema financiero internacional.
Las consecuencias sobre la denominada «economía
real», pasando s través de las graves dificultades de algunos sectores – en
primer lugar el de la construcción – y con la difusión de expectativas
desfavorables, han generado una tendencia negativa de la producción y del
comercio internacional, con graves repercusiones en la ocupación, y con efectos
que probablemente aun no han agotado su alcance. El costo para millones, e
incluso miles de millones de personas, en los Países desarrollados, pero sobre
todo también en aquellos en vías de desarrollo, es inmenso.
En Países y áreas donde se carece todavía de los
bienes más elementales como la salud, la alimentación y la protección contra la
intemperie, más de mil millones de personas se ven obligadas a sobrevivir con
unos ingresos medios de poco más de un dólar diario.
El bienestar económico global, medido en primer
lugar por la producción de renta, y también por la difusión de las
capabilities, se ha acrecentado, en el curso de la segunda mitad del siglo XX,
en una medida y con una rapidez antes jamás experimentado en la historia del
género humano.
Pero también han aumentado enormemente las
desigualdades en varios Países y entre ellos. Mientras que algunos Países y
áreas económicas, las más industrializadas y desarrolladas, han visto crecer
notablemente la producción de la renta, otros Países han sido excluidos, de
hecho, del progreso generalizado de la economía, e incluso han empeorado en su
situación.
Los peligros de una situación de desarrollo
económico, concebido en términos de liberalismo, han sido denunciados lúcida y
proféticamente por Pablo VI – a causa de las nefastas consecuencias sobre los
equilibrios mundiales y la paz – ya en 1967, después del Concilio Vaticano II,
con la Encíclica Populorum progressio. El Pontífice indicó, como condiciones
imprescindibles para la promoción de un auténtico desarrollo, la defensa de la
vida y la promoción del progreso cultural y moral de las personas. Sobre tales
fundamentos, Pablo VI afirmaba que el desarrollo plenario y planetario «es el
nuevo nombre de la paz».
A cuarenta años de distancia, en el año 2007, el
Fondo Monetario Internacional reconocía, en su Informe anual, la estrecha
conexión por una parte de un proceso de globalización que no ha sido gobernado
adecuadamente, y las fuertes desigualdades a nivel mundial por el otro. Hoy los
modernos medios de comunicación hacen evidentes a todos los pueblos, ricos y
pobres, las desigualdades económicas, sociales y culturales que se han
producido a nivel global, creando tensiones e imponentes movimientos
migratorios.
Más aún, se ha de reafirmar que el proceso de
globalización, con sus aspectos positivos está a la base del grande desarrollo
de la economía mundial del siglo XX. Vale la pena recordar que, entre el 1900 y
el 2000, la población mundial casi se cuadruplicó y que la riqueza producida a
nivel mundial creció en modo mucho más rápido de manera que los ingresos medios
per cápita aumentaron fuertemente. A la vez, sin embargo, no ha aumentado la
equitativa distribución de la riqueza; sino que en muchos casos ha empeorado.
¿Pero qué es lo que ha impulsado al mundo en esta
dirección extremadamente problemática incluso para la paz?
Ante todo, un liberalismo económico sin reglas y
sin supervisión. Se trata de una ideología, de una forma de «apriorismo
económico», que pretende tomar de la teoría las leyes del funcionamiento del
mercado y las denominadas leyes del desarrollo capitalista, exagerando algunos
de sus aspectos. Una ideología económica que establezca a priori las leyes del
funcionamiento del mercado y del desarrollo económico, sin confrontarse con la
realidad, corre el peligro de convertirse en un instrumento subordinado a los
intereses de los Países que ya gozan, de hecho, de una posición de mayores
ventajas económicas y financieras.
Reglas y controles, si bien de manera imperfecta,
con frecuencia están presentes a nivel nacional y regional; sin embargo a nivel
internacional, dichas reglas y controles se realizan y se consolidan con
dificultad.
A la base de las disparidades y de las distorsiones
del desarrollo capitalista, se encuentra en gran parte, además de la ideología
del liberalismo económico, la ideología utilitarista, es decir la impostación
teórico-práctica según la cual «lo que es útil para el individuo conduce al
bien de la comunidad». Es necesario notar que una «máxima» semejante, contiene
un fondo de verdad, pero no se puede ignorar que no siempre lo que es útil
individualmente, aunque sea legítimo, favorece el bien común. En más de una
ocasión es necesario un espíritu de solidaridad que trascienda la utilidad
personal por el bien de la comunidad.
En los años veinte del siglo pasado, algunos
economistas ya habían puesto en guardia para que no se diera crédito
excesivamente, en ausencia de reglas y controles, a esas teorías, que hoy se
han transformado en ideologías y praxis dominantes a nivel internacional.
Un efecto devastante de estas ideologías, sobre
todo en las últimas décadas del siglo pasado y en los primeros años del nuevo
siglo, ha sido la explosión de la crisis, en la que aún se encuentra sumergido
el mundo.
Benedicto XVI, en su encíclica social, ha
individuado de manera precisa la raíz de una crisis que no es solamente de
naturaleza económica y financiera, sino antes de todo, es de tipo moral, además
de ideológica. La economía, en efecto – observa el Pontífice – tiene necesidad
de la ética para su correcto funcionamiento, no de una ética cualquiera, sino
de una ética amiga de la persona. El Papa ha denunciado, a continuación, el
papel desempeñado por el utilitarismo y por el individualismo, así como las
responsabilidades de quienes los han asumido y difundido como parámetro para el
comportamiento óptimo de aquellos – operadores económicos y políticos – que
actúan e interactúan en el contexto social. Pero Benedicto XVI ha también
descubierto y denunciado una nueva ideología, la «ideología de la tecnocracia».
2. El rol de la técnica y el desafío ético.
El enorme desarrollo económico y social del siglo
pasado, ciertamente luego con sus luces, pero también con sus graves aspectos
de sombra, se debe, en gran parte, al continuado desarrollo de la técnica y, en
las décadas más recientes, a los progresos de la informática y a sus
aplicaciones, a la economía y, en primer lugar, a las finanzas.
Para interpretar con lucidez la actual nueva
cuestión social, es necesario evitar el error, hijo también de la ideología
neoliberal, de considerar que los problemas por afrontar son de orden
exclusivamente técnico. En cuanto tales, escaparían a la necesidad de un
discernimiento y de una valoración de tipo ético. Pues bien, la encíclica de
Benedicto XVI pone en guardia contra los peligros de la ideología de la
tecnocracia, es decir de aquella absolutización de la técnica que «tiende a
producir una incapacidad de percibir todo aquello que no se explica con la pura
materia» y a minimizar el valor de las decisiones del individuo humano concreto
que actúa en el sistema económico-financiero, reduciéndolas a meras variables
técnicas. La cerrazón a un «más allá», comprendido como algo más, respecto a la
técnica, no sólo hace imposible el encontrar soluciones adecuadas para los
problemas, sino que empobrece cada vez más, a nivel material y moral, a las
principales víctimas de la crisis.
También en el contexto de la complejidad de los
fenómenos, la relevancia de los factores éticos y culturales no puede, por lo
tanto ser desatendida ni subestimada. La crisis, en efecto, ha revelado
comportamientos de egoísmo, de codicia colectiva y de acaparamiento de los
bienes a grande escala. Nadie puede resignarse a ver al hombre vivir como «un
lobo para el otro hombre», según la concepción evidenciada por Hobbes. Nadie,
en conciencia, puede aceptar el desarrollo de algunos Países en perjuicio de
otros. Si no se pone remedio a las diversas formas de injusticia, los efectos
negativos que se producirán a nivel social, político y económico estarán
destinados a originar un clima de hostilidad creciente, e incluso de violencia,
hasta minar las bases mismas de las instituciones democráticas, aún de aquellas
consideradas más sólidas.
Por el reconocimiento de la primacía del ser
respecto al del tener, de la ética respecto a la economía, los pueblos de la
tierra deberían asumir, como alma de su acción, una ética de la solidaridad,
abandonando toda forma de mezquino egoísmo, abrazando la lógica del bien común
mundial que trasciende el mero interés contingente y particular. Deberían, en
fin de cuentas, mantener vivo el sentido de pertenencia a la familia humana en
nombre de la común dignidad de todos los seres humanos: «por encima de la
lógica de los intercambios a base de los parámetros y de sus formas justas,
existe algo que es debido al hombre porque es hombre, en virtud de su eminente
dignidad».
Ya en 1991, después del fracaso del colectivismo
marxista, el Beato Juan Pablo II había puesto en guardia contra el peligro de
«una idolatría del mercado, que ignora la existencia de bienes que, por su
naturaleza, no son ni pueden ser simples mercancías». Es preciso, hoy sin
demora acoger su amonestación y tomar un camino más en sintonía con la dignidad
y con la vocación trascendente de la persona y de la familia humana.
3. El gobierno de la globalización.
En el camino hacia la construcción de una familia
humana más fraterna y más justa y, aún antes, de un nuevo humanismo abierto a
la trascendencia, se presenta particularmente actual la enseñanza del Beato
Juan XXIII. En la profética Carta encíclica Pacem in terris del 1963, él
advertía ya que el mundo se estaba dirigiendo hacia una unificación cada vez
mayor. Tomaba pues conciencia, del hecho que en la comunidad humana, había
disminuido la correspondencia entre la organización política a nivel mundial y
las exigencias objetivas del bien común universal. Por consiguiente, auguraba
fuera creada un día, una «Autoridad pública mundial».
Ante la unificación del mundo, propiciada por el
complejo fenómeno de la globalización; ante la importancia de garantizar,
además de los otros bienes colectivos, el bien representado por un sistema
económico-financiero mundial libre, estable y al servicio de la economía real,
la enseñanza de la Pacem in terris se presenta, hoy en día, aún más vital y
digna de urgente concretización.
El mismo Benedicto XVI, en el surco trazado por la
Pacem in terris, ha expresado la necesidad de constituir una Autoridad política
mundial. Dicha necesidad se presenta además evidente, si se piensa que la
agenda de cuestiones a tratar a nivel global se hace cada vez más amplia.
Piénsese, por ejemplo, en la paz y la seguridad; en el desarme y el control de
armamentos; en la promoción y la tutela de los derechos humanos fundamentales;
en el gobierno de la economía y en las políticas de desarrollo; en la gestión
de los flujos migratorios y en la seguridad alimentaria; en la tutela del medio
ambiente. En todos esos campos, resulta cada vez más evidente la creciente
interdependencia entre los Estados y las regiones del mundo, y la necesidad de
respuestas, no sólo sectoriales y aisladas, sino sistemáticas e integradas,
inspiradas por la solidaridad y por la subsidiaridad, y orientadas hacia el
bien común universal.
Como lo recuerda Benedicto XVI, si no se sigue ese
camino, también «el derecho internacional, no obstante los grandes progresos
alcanzados en los diversos campos, correría el riesgo de estar condicionado por
los equilibrios de poder entre los más fuertes».
La finalidad de la Autoridad pública, recordaba ya
Juan XXIII en la Pacem in terris, es, ante todo, la de servir al bien común.
Dicha Autoridad, por tanto, debe dotarse de estructuras y mecanismos adecuados,
eficaces, es decir, a la altura de la propia misión y de las expectativas que
en ella se ponen. Esto es particularmente verdadero al interno de un mundo
globalizado, que hace a las personas y a los pueblos permanecer cada vez más
interconectados e interdependientes, pero que muestra también el peso del
egoísmo y de los intereses sectoriales, entre los cuales la existencia de
mercados monetarios y financieros de carácter prevalentemente especulativo,
perjudiciales para la «economía real», en especial de los Países más débiles.
Es este un proceso complejo y delicado. Tal
Autoridad supranacional debe, en efecto, poseer una impostación realista y ha
de ponerse en práctica gradualmente, para favorecer también la existencia de
sistemas monetarios y financieros eficientes y eficaces, es decir, mercados
libres y estables, disciplinados por un marco jurídico adecuado, funcionales en
orden al desarrollo sostenible y al progreso social de todos, e inspirados por
los valores de la caridad y de la verdad. Se trata de una Autoridad con un
horizonte planetario, que no puede ser impuesta por la fuerza, sino que debería
ser la expresión de un acuerdo libre y compartido, más allá de las exigencias
permanentes e históricas del bien común mundial, y no fruto de coerciones o de
violencias. Debería surgir de un proceso de maduración progresiva de las
conciencias y de las libertades, así como del conocimiento de las crecientes
responsabilidades. No pueden, en consecuencia, ser desatendidos considerandos
superfluos, elementos como la confianza recíproca, la autonomía y la
participación. El consenso debe involucrar, un número cada vez mayor de Países
que se adhieren por convicción, mediante ese diálogo sincero que no margina,
sino más aún que valora las opiniones minoritarias. La Autoridad mundial
debería, pues, involucrar coherentemente a todos los pueblos en una
colaboración a la que están llamados a contribuir con el patrimonio de sus
propias virtudes y civilizaciones.
La constitución de una Autoridad política mundial
debería estar precedida por una fase preliminar de concertación, de la que
emergerá una institución legitimada, capaz de proporcionar una guía eficaz y,
al mismo tiempo, de permitir que cada País exprese y procure el propio bien
particular. El ejercicio de una Autoridad semejante, puesta al servicio del
bien de todos y de cada uno, será necesariamente super partes, es decir, por
encima de toda visión parcial y de todo bien particular, en vistas a la
realización del bien común. Sus decisiones no deberán ser el resultado del
pre-poder de los Países más desarrollados sobre los Países más débiles.
Deberán, en cambio, ser asumidas que asumirlas, en el interés de todos y no
sólo en ventaja de algunos grupos formados por lobbies privadas o por Gobiernos
nacionales.
Una institución supranacional, expresión de una
«comunidad de las Naciones», no podrá por otra parte, durar por mucho tiempo,
si las diversidades de los Países, a nivel de las culturas, de los recursos
materiales e inmateriales, y de las condiciones históricas y geográficas, no
son reconocidas y plenamente respetadas. La ausencia de un consenso convencido,
alimentado por una incesante comunión moral de la comunidad mundial,
debilitaría la eficacia de la correspondiente Autoridad.
Lo que vale a nivel nacional vale también a nivel
mundial. La persona no está hecha para servir incondicionalmente a la
Autoridad, cuya tarea es la de ponerse al servicio de la persona misma, en
coherencia con el valor preeminente de la dignidad del ser humano. Del mismo
modo, los Gobiernos no deben servir incondicionalmente a la Autoridad mundial.
Esta última, ante todo debe ponerse al servicio de los diversos Países
miembros, de acuerdo al principio de subsidiaridad, creando, entre otras, las
condiciones socioeconómicas, políticas y jurídicas indispensables también para
la existencia de mercados eficientes y eficaces, que no estén hiperprotegidos
por políticas nacionales paternalistas, ni debilitados por déficit sistemáticos
de las finanzas públicas y de los Productos nacionales que, de hecho, impiden a
los mercados operar en un contexto mundial como instituciones abiertas y
competitivas.
En la tradición del Magisterio de la Iglesia,
retomada con vigor por Benedicto XVI, el principio de subsidiaridad debe
regular las relaciones entre el Estado y las comunidades locales, entre las
Instituciones públicas y las Instituciones privadas, sin excluir aquellas
monetarias y financieras. Así, en un nivel ulterior, debe regir las relaciones
entre una eventual, futura Autoridad pública mundial y las instituciones
regionales y nacionales. Tal principio es en garantía tanto la legitimidad
democrática, como la eficacia de las decisiones de quienes están llamados a
tomarlas. Permite respetar la libertad de las personas y de las comunidades de
personas y, al mismo tiempo, responsabilizarlas respecto de los objetivos y de
los deberes que les competen.
Según la lógica de la subsidiaridad, la Autoridad
superior ofrece su subsidium, es decir su ayuda, cuando la persona y los
actores sociales y financieros son intrínsecamente inadecuados o no logran
hacer por sí mismos lo que les es requerido. Gracias al principio de
solidaridad, se construye una relación durable y fecunda entre la sociedad
civil planetaria y una Autoridad pública mundial, cuando los Estados, los
cuerpos intermedios, las diversas sociedades – incluidas aquellas económicas y
financieras – y los ciudadanos toman las decisiones dentro de la prospectiva
del bien común mundial, que trasciende el nacional.
«El gobierno de la globalización» - se lee en la
Caritas in veritate - «debe ser de tipo subsidiario, articulado en múltiples
niveles y planos diversos, que colaboren recíprocamente». Sólo así se puede
evitar el riesgo del aislamiento burocrático de la Autoridad central, que
correría el peligro de la deslegitimación de una separación demasiado grande de
las realidades sobre las cuales se funda, y podría fácilmente caer en tentaciones
paternalistas, tecnocráticas, o hegemónicas.
Sin embargo permanece aún un largo camino por
recorrer antes de llegar a la constitución de una tal Autoridad pública con
competencia universal. La lógica desearía que el proceso de reforma se
desarrollase teniendo como punto de referencia la Organización de las Naciones
Unidas, en razón de la amplitud mundial de sus responsabilidades, de su
capacidad de reunir las Naciones de la tierra, y de la diversidad de sus
propias tareas y de las de sus Agencias especializadas. El fruto de tales
reformas debería ser una mayor capacidad de adopción de políticas y opciones
vinculantes, por estar orientadas a la realización del bien común a nivel
local, regional y mundial. Entre las políticas aparecen como más urgentes
aquellas relativas a la justicia social global: políticas financieras y
monetarias que no dañen los Países más débiles; políticas dirigida a la
realización de mercados libres y estables y una distribución ecua de la riqueza
mundial incluso mediante formas inéditas de solidaridad fiscal global, de la
cual se referirá más adelante.
En el proceso de la constitución de una Autoridad
política mundial no se pueden desvincular las cuestiones de governance (es
decir, de un sistema de simple coordinación horizontal sin una Autoridad super
partes), de aquellas de un shared government (es decir de un sistema que,
además de la coordinación horizontal, establezca una Autoridad super partes)
funcional y proporcionado al gradual desarrollo de una sociedad política mundial.
La constitución de una Autoridad política mundial no podrá ser lograda sin una
práctica previa de multilateralismo, no sólo a nivel diplomático, sino también
y principalmente en el ámbito de los programas para el desarrollo sostenible y
para la paz. No se puede llegar a un Gobierno mundial si no es dando una
expresión política a interdependencias y cooperaciones preexistentes.
4. Hacia una reforma del sistema financiero y
monetario internacional que responda a las exigencias de todos los Pueblos.
En materia económica y financiera, las dificultades
más relevantes se derivan de la carencia de un eficaz conjunto de estructuras
capaces de garantizar, además de un sistema de governance, un sistema de
government de la economía y de las finanzas internacionales.
¿Qué se puede decir de esta prospectiva? ¿Cuáles
son los pasos que se deben desarrollar concretamente?
Con referencia al actual sistema económico y
financiero mundial, se deben subrayar dos elementos determinantes: el primero
es la gradual disminución de la eficiencia de las instituciones de Bretton
Woods, desde los inicios de los años Setenta. En particular, el Fondo Monetario
Internacional ha perdido un carácter esencial para la estabilidad de las
finanzas mundiales, es decir, el de reglamentar la creación global de moneda y
de velar sobre el monto de riesgo del crédito asumido por el sistema. En
definitiva, ya no se dispone más de ese «bien público universal» que es la
estabilidad del sistema monetario mundial.
El segundo factor es la necesidad de un corpus
mínimo compartido de reglas necesarias para la gestión del mercado financiero
global, que ha crecido mucho más rápidamente que la «economía real» habiéndose
velozmente desarrollado, por efecto de un lado, de la abrogación generalizada
de los controles sobre los movimientos de capitales y de la tendencia a la
desreglamentación de las actividades bancarias y financieras; y, por el otro,
con los progresos de la técnica financiera favorecidos por los instrumentos
informáticos.
En el plano estructural, en la última parte del
siglo anterior, la moneda y las actividades financieras a nivel global
crecieron mucho más rápidamente que las producciones de bienes y servicios. En
dicho contexto, la cualidad del crédito ha tendido a disminuir, hasta exponer a
los institutos de crédito a un riesgo mayor de aquel razonablemente sostenible.
Baste observar lo acaecido a los grandes y pequeños institutos de crédito en el
contexto de las crisis que se manifestaron en los años ochenta y noventa del
siglo anterior y, en fin, en la crisis de 2008.
Aún en la última parte del siglo anterior, se
desarrolló la tendencia a definir las orientaciones estratégicas de la política
económica y financiera al interno de clubes y de grupos más o menos amplios de
los Países más desarrollados. Sin negar los aspectos positivos de este enfoque,
no se puede dejar de notar que así, no parece respetarse plenamente el
principio representativo, en particular de los Países menos desarrollados o
emergentes.
La necesidad de tener en cuenta la voz de un mayor
número de Países ha conducido, por ejemplo, a la ampliación de dichos grupos,
pasando así del G7 al G20. Ha sido, ésta, una evolución positiva, en cuanto ha
consentido involucrar, en las orientaciones para la economía y las finanzas
globales, la responsabilidad de Países con una población más elevada, en vías
de desarrollo y emergentes.
En el ámbito del G20 pueden, por lo tanto, madurar
directrices concretas que, oportunamente elaboradas en las apropiadas sedes
técnicas, podrán orientar los órganos competentes a nivel nacional y regional
en la consolidación de las instituciones existentes y en la creación de nuevas
instituciones con apropiados y eficaces instrumentos a nivel internacional.
Los líderes mismos del G20 afirman en la
Declaración final de Pittsburgh de 2009 que «la crisis económica demuestra la
importancia de comenzar una nueva era de la economía global basada en la
responsabilidad». A fin de hacer frente a la crisis y abrir una nueva era «de
la responsabilidad», además de las medidas de tipo técnico y de corto plazo,
los leaders proponen una «reforma de la arquitectura global para afrontar las
exigencias del siglo XXI»; y por tanto además «un marco que permita definir las
políticas y las medidas comunes con el objeto de producir un desarrollo global
sólido, sostenible y equilibrado».
Es preciso por tanto, dar inicio a un proceso de
profunda reflexión y de reformas, recorriendo vías creativas y realistas, que
tiendan a valorizar los aspectos positivos de las instituciones y de los fora
ya existentes.
Una atención específica debería reservarse a la
reforma del sistema monetario internacional y, en particular, al empeño para
dar vida a una cierta forma de control monetario global, desde luego ya
implícita en los Estudios del Fondo Monetario Internacional. Es evidente que,
en cierta medida, esto equivale a poner en discusión los sistemas de cambio
existentes, para encontrar modos eficaces de coordinación y supervisión. Se
trata de un proceso que debe involucrar también a los Países emergentes y en vías
de desarrollo, al momento de definir las etapas de adaptación gradual de los
instrumentos existentes.
En el fondo se delinea, en prospectiva, la
exigencia de un organismo que desarrolle las funciones de una especie de «Banco
central mundial» que regule el flujo y el sistema de los intercambios
monetarios, con el mismo criterio que los Bancos centrales nacionales. Es
necesario redescubrir la lógica de fondo, de paz, coordinación y prosperidad
común, que portaron a los Acuerdos de Bretton Woods, para proveer respuestas
adecuadas a las cuestiones actuales. A nivel regional, dicho proceso podría
realizarse con valorización de las instituciones existentes como, por ejemplo,
el Banco Central Europeo. Esto requeriría, sin embargo, no sólo una reflexión a
nivel económico y financiero, sino también y ante todo, a nivel político, con
miras a la constitución de instituciones públicas correspondientes que
garanticen la unidad y la coherencia de las decisiones comunes.
Estas medidas se deberían ser concebidas como unos
de los primeros pasos en la prospectiva de una Autoridad pública con
competencia universal; como una primera etapa de un más amplio esfuerzo de la
comunidad mundial por orientar sus instituciones hacia la realización del bien
común. Deberán seguir otras etapas, teniendo en cuenta que las dinámicas que
conocemos pueden acentuarse, pero también acompañarse de cambios que hoy día
sería en vano tratar de prever.
En dicho proceso, es necesario recuperar la
primacía de lo espiritual y de la ética y, con ello, la primacía de la política
– responsable del bien común – sobre la economía y las finanzas. Es necesario
volver a llevar estas últimas al interno de los confines de su real vocación y
de su función, incluida aquella social, en vista de sus evidentes
responsabilidades hacia la sociedad, para dar vida a mercados e instituciones
financieras que estén efectivamente al servicio de la persona, es decir, que
sean capaces de responder a las exigencias del bien común y de la fraternidad
universal, trascendiendo toda forma de monótono economicismo y de mercantilismo
performativo.
En la base de dicho enfoque de tipo ético, parece
pues, oportuno reflexionar, por ejemplo,
a) sobre medidas de imposición fiscal a las
transacciones financieras, mediante alícuotas equitativas, pero moduladas con
gastos proporcionados a la complejidad de las operaciones, sobre todo de las
que se realizan en el mercado «secundario». Dicha imposición sería muy útil
para promover el desarrollo global y sostenible, según los principios de la
justicia social y de la solidaridad; y podría contribuir a la constitución de
una reserva mundial de apoyo a los Países afectados por la crisis, así como al
saneamiento de su sistema monetario y financiero;
b) sobre formas de recapitalización de los bancos,
incluso con fondos públicos, condicionando el apoyo a comportamientos
«virtuosos» y finalizados a desarrollar la «economía real»;
c) sobre la definición de ámbito de actividad del
crédito ordinario y del Investment Banking. Tal distinción permitiría una
disciplina más eficaz de los «mercados paralelos» privados de controles y de
límites.
Un sano realismo requeriría el tiempo necesario
para construir amplios consensos, pero el horizonte del bien común universal
está siempre presente con sus exigencias ineludibles. Es deseable, por
consiguiente, que todos los que, en las Universidades y en los diversos
Institutos, llamados a formar las clases dirigentes del mañana, es deseable se
dediquen a prepararlas para asumir sus propias responsabilidades de discernir y
de servir al bien público global, en un mundo que cambia constantemente. Es
necesario resolver la divergencia entre la formación ética y la preparación
técnica, evidenciando en modo particular la ineludible sinergia entre los
campos de la praxis y de la poiésis.
El mismo esfuerzo es requerido a todos los que
están en grado de iluminar la opinión pública mundial, para ayudarla a afrontar
este mundo nuevo no ya en la angustia, sino en la esperanza y en la
solidaridad.
Conclusiones
En medio de las incertezas actuales, en una
sociedad capaz de movilizar medios ingentes, pero cuya reflexión en el campo
cultural y moral permanece inadecuada respecto a su utilización en orden a la
obtención de fines apropiados, estamos llamados a no rendirnos, y a construir
sobre todo, un futuro que tenga sentido para las generaciones venideras. No se
ha de temer el proponer cosas nuevas, aunque puedan desestabilizar equilibrios
de fuerza preexistentes que dominan a los más débiles. Son una semilla que se
arroja en la tierra, que germinará y no tardará en dar frutos.
Como ha exhortado Benedicto XVI, son indispensables
personas y operadores, en todos los niveles – social, político, económico y
profesional – motivados por el valor de servir y promover el bien común
mediante una vida buena. Sólo ellos lograrán vivir y ver más allá de las
apariencias de las cosas, percibiendo el desvarío entre lo real existente y lo
posible nunca antes experimentado.
Pablo VI ha subrayado la fuerza revolucionaria de
la «imaginación prospectiva», capaz de percibir en el presente las
posibilidades inscritas en él y de orientar a los seres humanos hacia un futuro
nuevo. Liberando la imaginación, la persona humana libera su propia existencia.
A través de un compromiso de imaginación comunitaria es posible transformar, no
sólo las instituciones, sino también los estilos de vida, y suscitar un futuro
mejor para todos los pueblos.
Los Estados modernos, en el transcurso del tiempo,
se han transformado en conjuntos estructurados, concentrando la soberanía al
interior del propio territorio. Sin embargo las condiciones sociales,
culturales y políticas han mutado progresivamente. Ha aumentado su
interdependencia – hasta llegar a ser natural el pensar en una comunidad
internacional integrada y regida cada vez más por un ordenamiento compartido –
pero no ha desaparecido una forma deteriorada de nacionalismo, según el cual el
Estado considera poder conseguir de modo autárquico, el bien de sus propios
ciudadanos.
Hoy, todo eso parece surreal y anacrónico. Hoy,
todas las naciones, pequeñas o grandes, junto con sus Gobiernos, están llamadas
a superar dicho «estado de naturaleza» que ve a los Estados en perenne lucha
entre sí. No obstante de algunos aspectos negativos, la globalización está
unificando en mayor medida a los pueblos, impulsándolos a dirigirse hacia un
nuevo «estado de derecho» a nivel supranacional, apoyado por una colaboración
más intensa y fecunda. Con una dinámica análoga a la que en el pasado ha puesto
fin a la lucha «anárquica», entre clanes y reinos rivales, en orden a la
constitución de Estados nacionales, la humanidad hoy, tiene que comprometerse
en la transición de una situación de luchas arcaicas entre entidades
nacionales, hacia un nuevo modelo de sociedad internacional con mayor cohesión,
poliárquica, respetuosa de la identidad de cada pueblo, dentro de las múltiples
riquezas de una única humanidad. Este pasaje, que por lo demás tímidamente ya
se está en curso, aseguraría a los ciudadanos de todos los Países – cualquiera
que sea la dimensión o la fuerza que posee – paz y seguridad, desarrollo,
libres mercados, estables y transparentes. «Así como dentro de cada Estado
[...] el sistema de la venganza privada y de la represalia ha sido sustituido
por el imperio de la ley – advierte Juan Pablo II – «así también es urgente
ahora que semejante progreso tenga lugar en la Comunidad internacional».
Los tiempos para concebir instituciones con
competencia universal llegan cuando están en juego bienes vitales y compartidos
por toda la familia humana, que los Estados, individualmente, no son capaces de
promover y proteger por sí solos.
Existen, pues, las condiciones para la superación
definitiva de un orden internacional «westfaliano», en el que los Estados
perciben la exigencia de la cooperación, pero no asumen la oportunidad de una
integración de las respectivas soberanías para el bien común de los pueblos.
Es tarea de las generaciones presentes reconocer y
aceptar conscientemente esta nueva dinámica mundial hacia la realización de un
bien común universal. Ciertamente, esta transformación se realizará al precio
de una transferencia gradual y equilibrada de una parte de las competencias
nacionales a una Autoridad mundial y a las Autoridades regionales, pero esto es
necesario en un momento en el cual el dinamismo de la sociedad humana y de la
economía, y el progreso de la tecnología trascienden las fronteras, que en el
mundo globalizado, de hecho están ya erosionadas.
La concepción de una nueva sociedad, la
construcción de nuevas instituciones con vocación y competencia universales,
son una prerrogativa y un deber de todos, sin distinción alguna. Está en juego
el bien común de la humanidad, y el futuro mismo.
En este contexto, para cada cristiano hay una
especial llamada del Espíritu a comprometerse con decisión y generosidad, para
que las múltiples dinámicas en acto, se dirijan las hacia prospectivas de la
fraternidad y del bien común. Se abren inmensas áreas de trabajo para el
desarrollo integral de los pueblos y de cada persona. Como afirman los Padres
del Concilio Vaticano II, se trata de una misión al mismo tiempo social y
espiritual que, «en cuanto puede contribuir a ordenar mejor la sociedad humana,
interesa en gran medida al reino de Dios».
En un mundo en vías de una rápida globalización,
remitirse a una Autoridad mundial llega a ser el único horizonte compatible con
las nuevas realidades de nuestro tiempo y con las necesidades de la especie
humana. No ha de ser olvidado, sin embargo, que esta paso, dada la naturaleza
herida de los seres humanos, no se realiza sin angustias y sufrimientos.
La Biblia, con el relato de la Torre de Babel
(Génesis 11,1-9) advierte cómo la «diversidad» de los pueblos puede
transformarse en vehículo de egoísmo e instrumento de división. En la humanidad
está muy presente el riesgo de que los pueblos terminen por no comprenderse más
y que las diversidades culturales sean motivo de contraposiciones insanables.
La imagen de la Torre de Babel también nos señala que es necesario preservarse
de una «unidad» sólo aparente, en la que no cesan los egoísmos y las
divisiones, porque los fundamentos de la sociedad no son estables. En ambos
casos, Babel es la imagen de lo que los pueblos y los individuos pueden llegar
a ser cuando no reconocen su intrínseca dignidad trascendente y su fraternidad.
El espíritu de Babel es la antítesis del Espíritu
de Pentecostés (Hechos 2, 1-12), del designio de Dios para toda la humanidad,
es decir, la unidad en la diversidad. Sólo un espíritu de concordia, que supere
las divisiones y los conflictos, permitirá a la humanidad el ser auténticamente
una única familia, hasta concebir un mundo nuevo con la constitución de una
Autoridad pública mundial, al servicio del bien común.
[Comisión pontificia Iustitia et Pax, Traducción tomada de Radio Vaticana, Emisión de 25 de Octubre, 10:00am]
[©Libreria Editrice Vaticana]